Hace ya unos años asistí desde mi ventana a la construcción de una manzana de forma trapezoidal, amplia, cuyo perímetro se construyo posteriormente. Salvava un gran diferencia de cota de dos plantas o más entre dos de sus lados casi paralelos.
El ruido de las máquinas taladradoras no me daba opción, pero sobre todo las voladuras controladas no dejaban ningún resquicio: conocí perfectamente cada detalle del proceso de construcción de la dichosa manzana. Quizás por eso los arrendadores no nos subíeron la renta en tres años.
Lo que observé es una evolución muy significativa del conocido individualismo gallego, porque el estacionamiento subterráneo de tres plantas, altamente complejo, con tres accesos diferentes, era ¡compartido!. Pensé: Tiene que ser un sólo propietario. Me equivocaba. Observando el nacimiento de los pilares, pude ver como estos se duplicaban en lo que parecía el límite de las parcelas, porque las distancias eran más cortas que las correspondientes a juntas de dilatación.
Pensé que se trataba de estacionamiento público, por las grandes accesibilidades. Me equivocaba de nuevo: todas las plazas iban destinadas al uso privado. ¿Van varios edificios a compartir un mismo garage, sin conocerse? Me extrañó, me alegró por ver que era posible, pero no daba crédito a este increíble y vertiginoso cambio. Los Coruñeses, al menos, habían cambiado.
La verdad es todavía más interesante. El aprovechamiento del subsuelo del interior de manzana como estacionamiento derivó en un 30% de plazas que fueron, en gran parte, adquiridas por propietarios de edificios como el mío, que con 9 plantas, increiblemente no tenía garages (bueno, el suelo era roca y había hasta entonces mucho campo y mucha calle donde estacionar)El ruido de las máquinas taladradoras no me daba opción, pero sobre todo las voladuras controladas no dejaban ningún resquicio: conocí perfectamente cada detalle del proceso de construcción de la dichosa manzana. Quizás por eso los arrendadores no nos subíeron la renta en tres años.
Lo que observé es una evolución muy significativa del conocido individualismo gallego, porque el estacionamiento subterráneo de tres plantas, altamente complejo, con tres accesos diferentes, era ¡compartido!. Pensé: Tiene que ser un sólo propietario. Me equivocaba. Observando el nacimiento de los pilares, pude ver como estos se duplicaban en lo que parecía el límite de las parcelas, porque las distancias eran más cortas que las correspondientes a juntas de dilatación.
Pensé que se trataba de estacionamiento público, por las grandes accesibilidades. Me equivocaba de nuevo: todas las plazas iban destinadas al uso privado. ¿Van varios edificios a compartir un mismo garage, sin conocerse? Me extrañó, me alegró por ver que era posible, pero no daba crédito a este increíble y vertiginoso cambio. Los Coruñeses, al menos, habían cambiado.
El planificador obligó a los nuevos promotores que adquirieron los solares de la nueva unidad a aceptar esto y compartir. Digo obligó porque conocía bien a mis conciudadanos, muy bien. Pero tras ver como se consolidaba la urbanización de la zona, los garages eran amplios y las viviendas tenían mucha luz y mayor calidad, la gente se apresuró a comprar, y por supuesto a aceptar gustosos este nuevo orden de cosas. Natural, decían, ya hace mucho tiempo que esto debía se así.
Bueno. Cosas veréis. Imagino al planificador simplemente respetando los indices urbanísticos, obligado por nuevos tiempos y nuevas necesidades, al mismo tiempo que heredando problemas antigüos de ciudades nuevas. La calle no podía en modo alguno ser ocupada por el automóvil, sobre todo cuando se crearon grandes espacios públicos para una zona mucho más amplia que la propia urbanización que se construía.
El automovil fue en gran parte expulsado, y las personas fueron en gran parte esclarecidas de que fue por el bien común, que los espacios públicos amplios eran consecuencia en gran parte de eso, y que no es tan malo eso de compartir cosas con los demás. Al fin y al cabo, con un sólo garage ahora tienen guarda y mantenimiento barato porque pagan todos. Quién lo hubiera dicho.
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